La variedad de alimentos que había existido desde los años veinte disminuyó. El régimen insistió en que había que consumir productos nacionales, aunque éstos no eran suficientes. En este período de suministro y consumo decadente, sólo había unos pocos productos de mala calidad con los que intentaban vivir las familias de los trabajadores. La situación más grave se dio en 1945, que se conoció como el “año del hambre”.
Fue necesario recurrir a las importaciones para poder alimentar a la población. Es destacable que entre 1940 y 1949, España recibió de Argentina el 91,4% del total de productos importados (sobre todo, carne y cereales) y fue necesario recurrir a otros medios para salir adelante. El Chase Manhattan Bank concedió a España, en 1949, un crédito de 25 millones de dólares para comprar alimentos, y en agosto de 1950, el Congreso de los Estados Unidos autorizó facilitar créditos de 64 millones de dólares.
Al terminar la guerra, el bando nacional distribuyó gran cantidad de pan, pero después, el descenso de su consumo fue espectacular respecto a la situación durante la etapa de la República. El 14 de mayo de 1939 se estableció el racionamiento de alimentos en todo el país (este sistema se mantuvo hasta 1951, aunque la escasez continuó todavía más tiempo). Previamente, el 10 de marzo de ese año se había creado la Comisaría General de Abastecimientos y Transporte, que se dedicó a distribuir los productos fundamentales para sobrevivir. Entre las distintas provincias se crearon los llamados fielatos, similares a las aduanas, con el fin de controlar la entrada y salida de los productos.
Para los adultos, se estableció una dieta de racionamiento semanal, formada por 400 gramos de pan, 250 g de patatas, 100 g de arroz, 100 g de legumbres secas, 200 g de pescado fresco, 75 de bacalao, 125 de carne, 50 de aceite (que era básico para el consumo alimenticio y para uso industrial, por la escasez de carburante), 10 g de café, 30 g de azúcar y 25 de tocino. Además de eso, a los niños se les daba leche y harina. Las verduras y el pan fueron los alimentos fundamentales de la dieta, y también, se incluyeron otros artículos como jabón y tabaco, éste último considerado de primera necesidad; y de manera muy excepcional, se entregaba chocolate, café o membrillo. El vino fue de los pocos productos que no era escaso.
Las cantidades propuestas no fueron reales, ya que, por ejemplo, la del pan fue reducida constantemente por normas de los presidentes de las Juntas Harino-Panaderas de cada provincia. De todas formas, el pan era de muy mala calidad, negro y duro (el blanco se consideraba un producto de lujo), porque se hacía con una mezcla de harina de trigo y de maíz, pero la gente hambrienta no tenía más remedio que comérselo, aunque según cuenta Gabriel Monserrate en su artículo La posguerra, el hambre y el estraperlo: “mira si sería malo que, con el hambre que había, estaba tirado por las calles”. Algunas familias, a escondidas, hacían el pan por la noche en sus casas, pero por la mañana los agentes de la Fiscalía lo solían descubrir y lo decomisaban.
En algunas pequeñas regiones, no se consumieron patatas durante varios meses, aunque, eso sí, más del 50% de éstas se podía encontrar en el mercado negro. Ciertas tiendas sólo disponían de nabos, cebollas y acelgas. En los pueblos, sólo se racionaba el aceite, el arroz y el azúcar, mientras que en las ciudades se limitaron todos los alimentos por lo que muchos se marcharon a los pueblos para trabajar a cambio de techo y comida.
Como consecuencia de la desesperación, llegaron a comerse cáscaras de plátanos y cortezas de patatas, los fumadores recogían colillas y la cebada tostada sustituía al café. Muchos se marchaban al campo a recoger distintas hierbas comestibles para aguantar el hambre.
En varias comunidades, la cuestión fue tan grave que durante los tres primeros años de la posguerra, a través de sus informes, algunos gobernadores provinciales comunicaron, entre otros, al comisario general de Abastecimientos y Transporte que era imposible la mantener a sus provincias.
El racionamiento, que se controlaba de forma oficial a través de las cartillas o libretas, (que eran de dos tipos: una para la carne y otra para el resto de comida), era muy escaso, pero el verdadero problema estaba en que la distribución de los alimentos era desigual e intermitente, por lo que la miseria afectó más a unas clases sociales que a otras. Así, los obreros industriales y los jornaleros agrícolas lo tenían más difícil para dar de comer a sus familias por los bajos salarios que recibían. En las grandes empresas, la situación era todavía más crítica porque los trabajadores tenían que acudir a su puesto para ganar un salario mínimo y sin apenas haber comido. Por eso, se encontraban demasiado débiles para desempeñar sus tareas. Muchos, sobre todo, los padres de familias numerosas (que recibían ayudas insuficientes), buscaron dos empleos, por lo que su jornada superaba con facilidad las 10 horas diarias.
Otra limitación del sistema fue que para acceder al trabajo y a las cartillas de racionamiento, era imprescindible presentar el documento de identidad y tener certificados de buen comportamiento, facilitados por representantes de Falange o por párrocos.
Así las cosas, enseguida la debilidad empezó a hacerse evidente en el peso y la estatura de los españoles. Los alimentos que se entregaban cada semana no tenían las proteínas suficientes para una nutrición básica porque las que contenían la carne y el bacalao eran muy escasas y, como sólo se podía acceder a esa dieta impuesta, surgieron muchas enfermedades, como la anemia y la avitaminosis, más frecuentes en la gente joven y pobre. Esta alimentación incorrecta les dejaba sin defensas contra estos males, e incluso, en ocasiones, les causaba la muerte. De este modo, las enfermedades contagiosas se extendieron rápidamente y no era extraño que muchos españoles padecieran paludismo, difteria, tuberculosis o tifus. Entre 1940 y 1941, tuvo lugar una epidemia de tifus que mató a 3.000 personas, y los piojos y la sarna fueron habituales por la suciedad. La tuberculosis no tenía cura y se podía contraer por medio de la leche de vacas contagiadas, por lo que se recomendaba hervirla.
La gran cantidad de enfermos que trataban de salir adelante fueron apartados de los lugares públicos porque se les prohibió su presencia para evitar el contagio del resto de la población.
Para el bando republicano y sus afines, derrotados, las condiciones fueron mucho peores. La clase obrera y la campesina fueron las que más sufrieron la represión, especialmente, los familiares más cercanos a los afiliados a algún partido contrario al régimen, a los que entre otras desgracias, les quitaron sus bienes. Los vencidos sufrieron más penurias y humillaciones físicas y psicológicas que el resto de ciudadanos (los defensores del régimen gozaron de cierto bienestar) y Franco afirmó que debían sacrificarse para pagar sus culpas por lo que todo su dolor era necesario. Para el gobierno, no valían nada, lo que se percibió a través de su marginación social, una propaganda insultante y su persecución y posterior asesinato, en muchos casos. A todo esto hay que añadir que sólo era válido el dinero nacional, por lo que muchos republicanos se quedaron sin nada. Por otro lado, quienes habían luchado en el bando franquista dispusieron de 250 gramos más de pan en su dieta de racionamiento.
La visión de Bennasar es clara: “en realidad, la guerra no terminó el 1 de abril de 1939, puesto que así lo quisieron los vencedores”[1].
Después de abandonar los campos de concentración en el extranjero, miles de comunistas, anarquistas, socialistas y republicanos regresaron a España y fueron hacinados en cárceles, donde el hambre extrema y las epidemias estuvieron a la orden del día. Así, un gran número de presos murieron desnutridos o por enfermedad.
La mayoría de los vencidos nunca hablaron de estas desgracias porque tenían miedo a Franco, que imponía duras normas y limitaciones sólo a sus enemigos.
Otra consecuencia social de la política económica y de la falta de comida fue la mendicidad, especialmente, en los niños, cuyas madres prefirieron en muchos casos internarlos en los hogares de Auxilio Social de Falange o en los centros de beneficencia conocidos como inclusas. La labor de Auxilio Social tuvo un doble objetivo: por un lado, sacar a los niños de la pobreza y, por otro, inculcarles las ideas del régimen (debían cantar el himno nacional aunque procedieran de familia republicana o llevar los uniformes de los que habían asesinado a sus padres). Además, Auxilio Social había repartido raciones de comida nada más terminar la guerra hasta que el gobierno permitió vender alimentos libremente pocos días más tarde.
Para mantener este tipo de instituciones y ayudar a los más necesitados, desde 1939, se creó el llamado Día del Plato Único y del Semanal sin Postre, que solía ser el jueves. Se trataba de un único plato de carne, pescado o legumbres a elegir, más el pan y el postre, y la mitad de su precio se destinada al fondo de protección benéfico-social.
Era un pretexto para que los pobres pudieran salir adelante, mientras otros, por ejemplo, esperaban en las puertas de los cuarteles lo que sobraba de la comida de los soldados (que era los únicos que tenían alimentos), algunos cambiaban sus joyas de oro por un poco de pan duro y unas pocas mujeres se prostituían para poder comer. En las situaciones más extremas, desenterraban animales y se los comían.
En este clima de pobreza y hambre también faltaba la ropa y el calzado (cada familia se fabricaba sus propias prendas con cortinas, sábanas o la lana de las ovejas, e incluso recogían las que se encontraban en la basura), se cortaba la luz con frecuencia porque estaba restringida (fue así hasta bien entrada la década de los cincuenta), escaseaba el suministro de agua, apenas había gasolina, el transporte se resintió, y lo peor: la salud de los españoles cada vez empeoró más. Además, la penuria también fue cultural (salvo en el tema religioso), ya que había pocos maestros y éstos daban clase a muchos niños y de distintas edades.
Así pues, la calidad de vida descendió hasta niveles de épocas muy anteriores, aumentó la mortalidad y cayó la fecundidad; esto último porque era imposible mantener a un bebé en tales condiciones. Todo esto, en realidad, fue una prolongación del clima de miseria vivido durante la guerra civil, lo que se manifestó claramente en la caída del consumo privado, sobre todo, el de carne, que descendió a la mitad. En cuanto a los recursos materiales, la escasez era generalizada.
Las crisis de subsistencia, que parecían haber desaparecido desde hacía tiempo, se convirtieron en esta etapa en un factor demográfico fundamental. Afortunadamente, a lo largo de la década de los cuarenta, los niveles de mortalidad descendieron, ya que después de un período de distribución de medicamentos (sobre todo, antibióticos) en el mercado negro, éstos entraron en el país de manera oficial y a eso se sumó el avance de la ciencia y de la medicina que había comenzado en los años treinta.
De acuerdo con todo esto, sobrevivir en una etapa en la que los alimentos eran limitados se convirtió en una prioridad obsesiva y según Carr, la unión de la represión y de los deseos de supervivencia acalló las protestas ciudadanas[2]. Muchos sólo vieron una solución en las actividades ilegales y asumieron los riesgos necesarios.
En los casos más extremos, ya no bastó con recurrir a un mercado paralelo, sino que los más desfavorecidos (entre los que se encontraban niños huérfanos, mujeres viudas, republicanos mutilados en la guerra y los que estaban incapacitados para trabajar pero no recibían pensión), tuvieron que buscar otra salida. Por ejemplo, los usureros se aprovecharon de la situación y prestaban dinero para exigir luego el doble.
También, se produjeron numerosos delitos de todo tipo, que fueron muy castigados. Fueron muy habituales los robos en los campos para poder comer, las ocupaciones de casas, la estafa o los incendios, pero mientras se producía esta dramática situación entre los más pobres, en los entornos oficiales del régimen sólo se respiraba victoria. No obstante, se hizo muy popular el refrán que decía: “Cuando Negrín, billetes de mil; con Franco, ni cerillas en los estancos” (Negrín fue presidente de la segunda república).
[1] BENNASSAR, Bartolomé: op. cit., p. 392.
[2] VV.AA.: op. cit., p. 137.
A.M.N
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