domingo, 19 de abril de 2009

Todo puede cambiar...

En perjuicio o beneficio, ningún aspecto vital es estático. Desde que nacemos, crecemos en constante evolución, aprendiendo de los errores, en cuanto que nos ponemos en pie por primera vez. Tanto tiempo de progresos y esfuerzos debería suponernos una intensa satisfacción, que por desgracia, la mayoría pasamos por alto en la madurez.
Años de infancia en los que absorvemos valores éticos y morales, en la adolescencia caen en el olvido o se nos escurren de las manos porque no sabemos cómo manejarlos. Lo que de niños aceptamos como correcto, a los 15 años parece no tener sentido, pues no lo aplicamos a nuestro día a día; sólo nos dejamos llevar por la corriente.
Es una corriente masificada, que todos seguimos sin plantearnos hacia dónde nos conduce. Da igual que la meta no nos enriquezca en absoluto o que nos lleve a la más profunda de las miserias: lo que nos importa es que los demás lo hacen y por tanto, tiene que estar bien. Es en plena adolescencia cuando surgen las ideas más absurdas en nuestra cabeza; necesitamos integrarnos en un grupo, sea cual sea, quizá el que nos caiga más a mano, aunque no sea el más adecuado. Y cometemos nuestro primer error: moldeamos nuestra personalidad en función de la estética y la manera de pensar de ese grupo.
Por supuesto, como en todo, hay excepciones que confirman la regla. Los más fuertes sobreviven
a los pensamientos de quienes les rodean y así, logran crecer como individuos autónomos. En cambio, los innumerables débiles se sentirán vacíos en cuanto sus referentes vitales se marchen de su lado o desarrollen sus propias vidas.
Así, unos y otros, cada uno a nuestra manera, tenemos nuestra propia concepción de lo que es disfrutar del hecho de vivir. Mientras unos siguen la corriente, algunos buscan nuevas alternativas en este mundo corrompido y dominado por lobos. El cambio es la clave de la dicha.
ALICIA MARTÍN NÚÑEZ

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