Muchos son los textos e intervenciones públicas que reflejan el racismo, el machismo o la defensa de una ideología, por poner varios ejemplos. Tan subjetivas son las opiniones y creencias de quienes leen o reciben esas ideas, que resulta totalmente absurdo prohibir o restringir su difusión. Porque es obvio que si se oculta o se dulcifica un aspecto que puede incomodar a algunos, se debería hacer lo propio con otro fragmento del contenido que podría molestar a otros. Y así, el proceso sería interminable.
Por ejemplo, hay bastantes críticos taurinos que alaban las faenas de los toreros, pero yo no soporto que se premie y se celebre el asesinato cruel y público de un animal. Muchos piensan como yo, pero no por ello nos colocamos frente a las plazas de toros de todo el país para pedir que sean derruidas ni solicitamos el despido de esos “periodistas” porque ante todo, prima la libertad de cada uno a expresar lo que siente al presenciar una corrida, aunque a mí me parezca descabellado.
El terrorismo, la violencia física y la xenofobia son quizá los temas más repudiados. Si, por casualidad, a alguien se le ocurriese dar motivos por los que una mujer merecería ser maltratada, todos nos llevaríamos las manos a la cabeza y seríamos capaces de mandar al misógino a un pelotón de fusilamiento. El problema es que, a veces, llevamos las ideas de otros a nuestra propia cabeza y nos indignamos hasta límites insospechados por pensamientos que no nos pertenecen. No obstante, las palabras se las lleva el viento y nadie se atreve a sostener por mucho tiempo una postura que despierta odios porque aunque no existe la censura como tal, sí existe el miedo a no decir lo políticamente correcto o a defraudar al prójimo.
Lo cierto es que el que se atreve a censurar o prohibir está haciendo un tremendo esfuerzo por provocar la confrontación y la polémica, ya que lo que no se critica ni se discute pasa desapercibido y en cierto modo, es como si no existiera. Además, si se atreve a limitar las opiniones de los demás, lo primero que debería hacer es mirarse al espejo y preguntarse si él es tan bueno como para decidir por otros. Aquí, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. .
Por ejemplo, hay bastantes críticos taurinos que alaban las faenas de los toreros, pero yo no soporto que se premie y se celebre el asesinato cruel y público de un animal. Muchos piensan como yo, pero no por ello nos colocamos frente a las plazas de toros de todo el país para pedir que sean derruidas ni solicitamos el despido de esos “periodistas” porque ante todo, prima la libertad de cada uno a expresar lo que siente al presenciar una corrida, aunque a mí me parezca descabellado.
El terrorismo, la violencia física y la xenofobia son quizá los temas más repudiados. Si, por casualidad, a alguien se le ocurriese dar motivos por los que una mujer merecería ser maltratada, todos nos llevaríamos las manos a la cabeza y seríamos capaces de mandar al misógino a un pelotón de fusilamiento. El problema es que, a veces, llevamos las ideas de otros a nuestra propia cabeza y nos indignamos hasta límites insospechados por pensamientos que no nos pertenecen. No obstante, las palabras se las lleva el viento y nadie se atreve a sostener por mucho tiempo una postura que despierta odios porque aunque no existe la censura como tal, sí existe el miedo a no decir lo políticamente correcto o a defraudar al prójimo.
Lo cierto es que el que se atreve a censurar o prohibir está haciendo un tremendo esfuerzo por provocar la confrontación y la polémica, ya que lo que no se critica ni se discute pasa desapercibido y en cierto modo, es como si no existiera. Además, si se atreve a limitar las opiniones de los demás, lo primero que debería hacer es mirarse al espejo y preguntarse si él es tan bueno como para decidir por otros. Aquí, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. .
A.M.N
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